PATRICK DOYLE



Patrick Alan Doyle, conocido artísticamente como Patrick Doyle, nació el 6 de abril de 1953 en Uddingston (Escocia). Compositor británico muy conocido y apreciado entre los aficionados y el público cinéfilo en general, aunque en las últimas décadas no haya cosechado tantos triunfos como antaño. Su carrera, al igual que tantos y tantos otros grandes músicos de cine, está ligada especialmente a un cineasta. Kenneth Branagh y Doyle se conocen desde hace casi treinta años y empezaron sus respectivas carreras en el cine a la par, por lo que no se entienden ambas trayectorias sin la prescindir de ninguno de ellos, así de ligadas están. Pero el escocés también ha tenido la oportunidad de trabajar con cineastas contrastados y de primera fila, pero tampoco ha perdido de vista otras cinematografías y siempre vuelve a Europa para trabajar en películas francesas y de otras nacionalidades.



Patrick Doyle nació cerca de Glasgow, de padres músicos, por lo que desde muy pequeño mostró interés y vocación por lo artístico, tanto en la faceta musical como en la actoral. Ya a los 12 años comenzó su formación como pianista, instrumento que desde entonces domina. En 1974 se graduó en la Royal Scottish Academy of Music and Drama, y a partir de ahí iniciaría una carrera a medio camino entre la composición musical y la actuación. En estos primeros años, daba más importancia y preponderancia a la interpretación, y durante estos años de estudio conoció a futuros intérpretes con los que empezó a participar en obras de teatro. Así, tras su graduación, consiguió algunos papeles en distintas representaciones, como The Slab Boys, al mismo tiempo que desarrollaba su carrera como pianista, incluso como profesor del mismo instrumento. Fue en esta época cuando le ofrecieron su primer trabajo como compositor, una producción teatral musical para el Festival de Edimburgo. Corría el año 1978. Los años 80 comenzaron para él en plena actividad paralela, mostrando idéntico interés y dedicando el mismo tiempo tanto a la actuación como a la composición musical. 



La televisión fue el campo donde acentuaría sus apariciones en ambas facetas. Compondría música para diversos programas para el canal escocés de la BBC, y también participaría como actor en varias series y hasta logró un pequeñísimo papel de dos segundos en Carros de fuego (1981). El futuro músico se trasladó a Inglaterra, donde esperaba dar un acelerón a su carrera actoral, y sus primeros pasos fueron buscando ese objetivo. Inmerso en varias producciones teatrales, conoció por medio de un amigo común a un joven actor y director norirlandés llamado Kenneth Branagh, que en esos momentos estaba levantando un ambicioso proyecto en forma de compañía teatral dedicada casi por entero a Shakespeare y algunos otros autores renacentistas. Doyle se sintió atraído por el entusiasmo del actor, y decidió unirse a la Renaissance Theatre Company, integrada por nombres como Judi Dench, Derek Jacobi, Emma Thompson o las colaboraciones puntuales de leyendas como John Gielgud. En la Renaissance pudo compaginar sus dos campos de trabajo en numerosas adaptaciones, y "Twelfth Night, or What You Will" fue la primer obra shakesperiana que contó con su música. 



Poco a poco la música fue ganando terreno a la interpretación, y Doyle inclinó en esta época de su vida la balanza hacia la composición, ya que todas las obras de la compañía, canciones incluidas, llevaron su música. Aunque seguía interpretando pequeños papeles secundarios o anecdóticos, supo que la música sería el camino que debía elegir para el futuro. Y el futuro contemplaba un salto no solo del teatro a la televisión, sino también al cine. Entre obra y obra también continuaba su relación esporádica con la televisión en varias series y adaptaciones teatrales a la pequeña pantalla, pero su amigo Branagh estaba planeando metas mucho más ambiciosas al llegar el año 1989. Al igual que su ídolo y referente Laurence Olivier, soñaba con llevar un Shakespeare a la fastuosidad y recreación que solo el cine podía lograr. Y como el mismo Olivier más de 40 años atrás, decidió que la primera adaptación a la gran pantalla fuera Henry V (1989), el drama ambientado en 1415 sobre el joven rey inglés en lucha contra los traidores de su propia corte y contra los franceses, siendo el punto álgido de la obra la batalla de Agincourt. Branagh quería lograr la mezcla perfecta y difícil de combinar el texto y la fuerza de los versos de Shakespeare en imágenes poderosas e indelebles, una unión entre teatro y cine donde ambos se beneficiaran mutuamente. 



Y nada mejor que la música para esa unión. Branagh confió plenamente en Doyle para la complicada labor de crear una banda sonora sinfónica y espectacular que consiguiera un efecto de eco para las palabras que los actores declamaran, una especie de altavoz para que, junto con las imágenes, esas palabras llegaran nítidas en toda su emoción a los espectadores, lejos de acartonamientos o rigideces propias de la escena teatral. Es decir: la música sería el vehículo para convertir el teatro en cine. Para lograr esa alquimia, Doyle apostó por una música puramente orquestal y muy expresiva, que narrara también los estados de ánimo de los personajes, así como los momentos más importantes del metraje, como el famoso discurso del día de San Crispín, declamado justo antes de la famosa batalla. Con una variadísima paleta de colores musicales, desde lo solemne y poderoso a lo sensible y emotivo, Doyle vertebró también su composición con una canción, un himno en realidad, cantado en latín y que recoge en su fuerza y en su sentimiento la tristeza por los caídos en la batalla y un homenaje a su valor: "Non nobis domine". 



Curiosamente, en la película la canción la comienza un solitario soldado que no es otro que el mismo Patrick Doyle caracterizado. El triunfo de la majestuosa y sentida partitura del músico, junto con las enérgicas y expresivas imágenes de Branagh lograron algo poco menos que impensable: que una adaptación de Shakespeare fuera todo un éxito, nominaciones a los Oscars incluidos, y pusiera en el mapa de Hollywood y de todo el mundo cinéfilo a todos sus creadores. Branagh y Doyle en cabeza, por supuesto. Ambos tenían abiertas de par en par las puertas del éxito y del futuro más prometedor. Así daba comienzo la década de los 90, de la mejor manera posible. Las ofertas empezaron a lloverle desde ambos lados del Atlántico, y casi de forma inmediata se vio enrolado en diversas producciones tanto europeas como estadounidenses. Tras el bombazo de Henry V, compuso la banda sonora a una película infantil noruega distribuida por Disney, Shipwrecked (1990), y regresó con Branagh en su siguiente proyecto. Morir todavía (1991) era una curiosa historia puramente hitchcockiana con detectives, femme fatales, reencarnaciones, crímenes y personajes turbios. 



Doyle optó por un sinfonismo desaforado equilibrado por momentos más románticos y dramáticos. La partitura cosechó una nominación a los Globos de Oro y confirmaba a Doyle como uno de los valores más en alza de aquel comienzo de década. Solo un año después firmaba otra estupenda composición en su primer trabajo con otro cineasta con el que repetiría, el francés Régis Wargnier. Indochina (1992) fue una epopeya colonial en la que el músico se lució con una banda sonora elegante y dramática tanto en lo descriptivo como en lo narrativo, asentando las características de un estilo que ya empezaba a ser denominación de origen. Un estilo polivalente y sinfónico, de tintes en ocasiones grandilocuentes y casi operísticos, que se acentuaría película a película. Y especialmente gracias a los proyectos de Branagh en los que iba involucrándose. El siguiente sería en 1993, y sería el regreso del director a su especialidad. En este caso, la obra de Shakespeare a adaptar sería Mucho ruido y pocas nueces (1993), que Branagh ambientó en una época y en una geografía diferentes a las originales, algo que repetiría más veces posteriormente. 



El cometido de Doyle en este caso era captar el aire festivo, alegre y dinámico que las imágenes transmitían, y trasladar al espectador la variedad de situaciones cómicas, mordaces, dramáticas y románticas que los versos shakesperianos. Y todo ello girando en torno a una maravilla obertura que se puede escuchar durante los títulos de crédito y que funciona como un magnífico compendio, lleno de fuerza y dinamismo arrolladores, de toda la composición. Sin duda uno de los mejores trabajos de Doyle tanto en su fecunda colaboración con Branagh como en toda su carrera. Pero ese mismo año otro gran director se ponía en contacto con él para invitarle a participar en otra película totalmente alejada de todo lo que había estado haciendo hasta ese momento. La prueba de que Doyle ya estaba en las agendas de muchos directores es que Brian de Palma no dudó en hacerse con sus servicios para su película Atrapado en su pasado (1993), cuyo argumento ambientado en el mundo mafioso latino de Nueva York de los 70 era una completa novedad para el compositor. 



Pero supo salir airoso y firmó una dramática y sensible partitura, de aires trágicos, para inmortalizar la historia de Carlito Brigante y su huida de un pasado criminal que le persigue. Con melodías poderosas que también servían para las escenas de acción, Doyle captó el tono de la película y realizó un estupendo trabajo que aumentó la calidad de la película y su propio prestigio. No cabía ninguna duda que a mediados de los 90 estaba en plena forma, y lo iba demostrando año tras año y película a película. Al siguiente año de su película con De Palma, un nuevo proyecto de Branagh requería de su talento. En este caso no se trataba de ningún Shakespeare, pero sí de otra adaptación de una obra inmortal de la literatura: Frankenstein de Mary Shelley (1994). Branagh llevó a la gran pantalla la novela con el mismo estilo expresivo, desaforado e intenso que en sus otras adaptaciones, y por ello se sintió totalmente cómodo en unas coordenadas que manejaba perfectamente. Para la historia del científico que se obsesiona con crear vida a partir de la muerte, el músico elaboró una serie de melodías enfáticas y excesivas para sumergir al propio espectador en esa espiral de locura y lucidez del propio protagonista. 



Pero aunque el exceso y la grandilocuencia fueron las notas predominantes, tampoco olvidó retratar de forma sensible e íntima tanto a la propia Criatura como a los que rodean al mismo Frankenstein. Una creación claramente gótica y decadente que combina fases de lirismo y romanticismo desbordantes con otras de desenfreno y expansión. Toda una ópera que recibió calurosas críticas, señalando la banda sonora como una de las mejores del músico (consideración que se mantiene hoy en día, incluso va ganando con los años).... críticas que no alcanzaron a la propia película, siendo la primera de Branagh en ser recibida muy fríamente y con malas reseñas. Doyle, al margen del tropiezo de su amigo, siguió trabajando a destajo en estos años. Tras Frankenstein aceptó colaborar en dos proyectos muy diferentes entre sí. Por un lado, La princesita (1995), una película infantil que narraba la historia de una niña que creaba un mundo de fantasía para evadirse de su terrible presente en un orfanato, que estaba dirigida por un joven director mexicano de nombre Alfonso Cuarón. 



Por el otro, nada menos que una adaptación de Jane Austen, Sentido y sensibilidad (1995), una película británica en cuanto a su reparto y su ambientación, pero cuya dirección corría a cargo del taiwanés Ang Lee. Y Doyle dio totalmente en la diana en ambos casos, demostrando saber acoplarse al guion, al tono y a los requerimientos de cada argumento y cada estilo de película, creando un rico caleidoscopio de sonidos para cada situación y cada necesidad narrativa. Por ella obtuvo su primera nominación al Oscar, lo que demuestra el enorme momento de forma en el que se encontraba. Pero la cima de su carrera, o al menos, una de ellas, estaba a punto de llegar. En 1996 (y tras el breve paréntesis de la curiosa, divertida y minimalista In the Bleak Midwinter, rodada en blanco y negro y sin música de ningún tipo), Branagh escogió con cuidado su siguiente película para sacudirse de encima el fracaso de Frankenstein, y para ello acudió no solo a su amuleto particular, Shakespeare, sino que hacía una doble apuesta y se lanzaba a adaptar posiblemente su drama más famoso de todos: Hamlet (1996). 



Y por supuesto, sin reparar en gastos y con toda la fastuosidad posible, para lo que no dudó en reunir un kilométrico y espectacular casting de actores británicos y norteamericanos, así como localizaciones idóneas para ambientar la tragedia del príncipe de Dinamarca en pleno siglo XIX. Branagh no tenía ninguna duda de que uno de los pilares en los que debía asentar su mastodóntico proyecto si quería salir triunfante era el apartado musical, y por ello trabajó durante meses codo con codo con Doyle, buscando las mismas conexiones y el mismo sentido expresivo y operístico que ambos habían logrado en las anteriores adaptaciones shakesperianas. Pero en este Hamlet todo sería más épico, más lírico e incluso más introspectivo que sus anteriores partituras, todo un ejercicio mayúsculo no solo de amplificar y dotar de un sentido casi legendario a los soliloquios de Hamlet, Ofelia o Claudio, sino de entrar también en la torturada alma del príncipe y mostrar sus miedos, dudas, odios y convencimientos. Todo ello por medio de descriptivas y bellas melodías magníficamente orquestadas y ejecutadas, cuyo tema principal, "In Pace", fue interpretado en latín por Plácido Domingo. 




La película fue saludada con enorme calor por las críticas, incluso en su versión extendida de nada menos que 4 horas, alabando tanto el estilo de Branagh por captar la grandeza del texto de Shakespeare como por la propia composición de Doyle, que fue la mejor aliada posible para la película. Por ello, el músico escocés se llevó otra nominación al Oscar como premio. Tras esta muesca en su carrera, sus trabajos no solo no menguaron sino que se multiplicaron. Un año después volvía al mundo urbano y mafioso en Donnie Brasco (1997), de Mike Newell, obteniendo un solvente y buen resultado, así como debutando también en el cine de animación con La espada mágica: En busca de Camelot (1998). Fue en estos días cuando tuvo que ser tratado urgentemente por una leucemia que le detectaron, por lo que tuvo que pasar por sesiones de quimioterapia ante la gravedad de la enfermedad. Pero ni siquiera hospitalizado dejó de lado su pasión y su trabajo, y en la misma cama donde se recuperaba lentamente tuvo que trabajar en La espada mágica: En busca de Camelot a un ritmo lento y prudente. 



Ya restablecido, volvió de nuevo con Alfonso Cuarón en otra adaptación literaria como fue Grandes esperanzas (1998). En el más puro estilo Branagh, la película estuvo ambientada en otra época diferente a la del libro de Dickens, pero se benefició de la lírica y sentimental partitura de Doyle de forma muy notable. Aunque recuperado afortunadamente de su enfermedad, vio cómo su ritmo de trabajo debió bajar por precaución, y a partir de finales de los 90 y comienzos de los 2000, solamente trabajaría en uno o dos proyectos al año. Tras regresar a la cinematografía europea con La vida prometida (Este- Oeste) (1999), Doyle era convocado nuevamente por Branagh para una nueva adaptación shakesperiana, Trabajos de amor perdidos (1999), donde se trasladaba la acción a los años 30 en Estados Unidos y presentando el texto en forma de musical con deliciosos momentos jazzísticos y musicales a cargo de Irving Berlin y George Gershwin, que sin embargo no le impidieron presentar de nuevo un estupendo trabajo variadísimo en cuanto a melodías radiantes, rítmicas y dinámicas para acompañar las réplicas y contrarréplicas de los personajes. 



Otro triunfo del tándem Branagh-Doyle, aunque esta vez no obtuviera mucho respaldo del público. Ya en pleno siglo XXI, Doyle seguía escogiendo cada proyecto con cuidado, según el argumento y el director con el que pudiera trabajar. Así por ejemplo trabajó en la popular El diario de Bridget Jones Diary (2001) o con un cineasta legendario como Robert Altman en Gosford Park (2001), presentando una música elegante y ambiental. Tras algunos años colaborando puntualmente en películas menores pero agradables como Las chicas del calendario (2003) o El secreto de los McCann (2003) (más sus trabajos siempre recurrentes en el cine francés, como en este caso Tierra de pasiones (2004), el año 2005 supuso para el escocés su retorno a la primera fila gracias a dos películas fantásticas. Una fue La niñera mágica, donde se dio un festín componiendo vigorosas y enérgicas melodías de aires fantásticos y grotescos para enmarcar las aventuras de los niños con su niñera peculiar. 



Y la otra fue todo un reto, ya que se trataba nada menos que de recoger el testigo que había dejado huérfano John Williams en la saga de Harry Potter tras participar en sus tres primeras películas. Harry Potter y el cáliz de fuego estaba dirigida por Mike Newell, con quien Doyle ya había trabajado anteriormente, por lo que el director no dudó un segundo en que el músico haría un buen trabajo recogiendo los frutos obtenidos por Williams y llevándolos a su estilo particular. Y fue eso, ni más ni menos, lo que logró el compositor escocés: continuar la senda sinfónica y fantástica construida por el maestro y, digamos, refinarla en su sentido más británico, construyendo una serie de melodías y leitmotivs dedicados a los protagonistas donde destacan sus ejecuciones elegantes y dinámicas, valses y fanfarrias incluidos, así como temas tenebrosos y siniestros para los enemigos del joven estudiante de magia. Un gran trabajo digno heredero de los anteriores de Williams.

 


A partir de la segunda mitad de la primera década de los 2000, empezó a espaciar sus apariciones y sus proyectos, y aunque siguió conservando todo su talento y su experiencia, los éxitos rotundos y aplaudidos de los 90 dejaron paso a diversos trabajos, unos más apreciados que otros, pero ninguno que dejara la huella de sus primeras composiciones. Kenneth Branagh también estaba por debajo del nivel mostrado en sus primeras películas, pero jamás dejó de llamar a su amigo, fuera el proyecto que fuera. De ese modo, su siguiente Shakespeare contó con música de Doyle, Como gustéis (2006), digna y refrescante como de costumbre en estas adaptaciones, pero ni la película (jamás estrenada en España) ni la banda sonora tuvieron la repercusión de antaño. La fantasía es un género en el que siempre se ha prodigado Doyle, y ese mismo año participó en un título que estaba llamado a abrir otra nueva saga de magia, dragones y paladines: Eragon (2006). 



El músico regaló a todos los aficionados un estupendo muestrario de sinfonismo aventurero en el mejor estilo del género, con una fanfarria principal retentiva y espectacular, y melodías para la acción y el drama, siempre con su elegancia y buen gusto habituales. Tristemente, la película no caló y se quedó lejos del gran éxito que se le suponía. Un año después, se estrenó en el cine épico con La última legión (2007), que pretendía unir la historia del último emperador romano con el surgimiento de la leyenda de Arturo y la espada Excalibur. Pero el escocés seguía sin salir del bache de mala suerte, ya que aunque su trabajo fue solvente, brillante y de calidad, el fiasco que supuso esta película oscureció la valía de la banda sonora. Justo después volvía puntualmente a citarse con su amigo Branagh en la nueva adaptación que iba a realizar éste de La huella (20007), prestigiosa obra teatral que ya había sido llevada al cine de forma magistral por Joseph L. Mankiewicz en 1972.



 Abandonando todo sinfonismo y sonidos orquestales, se lanzó a la senda más experimental y minimalista, en paralelo con el mismo estilo escogido por Branagh para rodar su película. Pero el resultado fue decepcionante para ambos, ya que ninguno se libró de sufrir críticas demoledoras en lo que se considera uno de los trabajos más pobres de los dos amigos en sus respectivas carreras. En estos años y tras todo este cúmulo de decepciones, fracasos y mala fortuna, decidió tomarse, tras participar en La isla de Nim (2008), un par de años sabáticos dedicado a la composición puramente orquestal más algunos trabajos puntuales para espectáculos o salas de conciertos. 2011 sería su regreso por todo lo alto, ya que volvió a trabajar con dos incondicionales suyos como Branagh y Wargnier, y colaboró en una nueva saga. Con el director francés trabajo en La ligne droite (2011), un trabajo dramático con el piano como instrumento predominante, y con su amigo de toda la vida entró en la saga Marvel componiendo la música de Thor (2011), película que introducía en el cine al dios nórdico por primera vez. 



Doyle adoptó un estilo más moderno, con sonidos electrónicos para los momentos de acción, pero sin abandonar su estilo sinfónico de siempre. Vertebró su composición en torno a un tema principal que, si bien no es memorable o perdurable, sí que se mostraba eficaz para retratar heroicamente al protagonista. Una composición tal vez mejorable y a la que el Doyle de los 90 hubiera sacado mucho más partido, pero en ningún caso desdeñable. La "modernización" del estilo del escocés siguió su curso en El origen del planeta de los simios (2011), donde huyendo de las experimentaciones o sonidos ya utilizados en las anteriores películas combinó electrónica y orquestación para una banda sonora que dejó insatisfechos a muchos fans y seguidores, que aun recordaban los mejores trabajos del músico diez años atrás. Pero estos fans tuvieron la oportunidad de reconciliarse con Doyle gracias a sus siguientes trabajos, que de momento son los últimos. En 2012, el músico entró en el club de compositores que han trabajado para una película de Pixar, un logro nada desdeñable. 



Lo hizo con Brave (Indomable), entretenida película ambientada en la Escocia medieval sobre una princesa en busca de deshacer un hechizo que amenaza a su familia. Doyle reverdeció laureles y se reencontró un poco consigo mismo en una banda sonora pletórica y festiva, repleta de melodías imponentes y dinámicas, tanto para mostrar el carácter indomable de la protagonista como para acentuar el sentido de la aventura. Y todo ello aplicando sonidos puramente celtas, con gaitas incluidas, en lo que es un trabajo enormemente satisfactorio que dejó a todo el mundo convencido de que el escocés que triunfó con Branagh seguía allí. Precisamente con su amigo firmó los que son sus últimos trabajos en el cine. Jack Ryan: Operación Sombra (2014) es un trabajo sobre el que pasar de puntillas. El reboot de las aventuras del analista de la CIA (que ya contó en sus sucesivas películas con las presencias de Alec Baldwin, Harrison Ford y Ben Affleck) fue una película correctamente ejecutada y moderadamente entretenida, sin más, pero en la que firmó una partitura sosa, con pocos momentos que recordaran el auténtico talento y experiencia del compositor. 



Todo lo contrario que su siguiente película juntos, la adaptación fastuosa en carne y hueso de La Cenicienta (2015) para Disney. Tanto Branagh como Doyle se encontraron, esta vez, en un terreno más familiar y cómodo, y se notó de sobra. A las imágenes elegantes y poderosas del director se le unió la que posiblemente fue la mejor partitura de Doyle en muchos años, una delicia de bellas melodías, valses y momentos románticos y líricos desatados que encajaban perfectamente con las imágenes y con la inmortal historia. Los aficionados saludamos esta banda sonora como el regreso del auténtico Doyle, el que nunca debió irse o postergarse ante los sonidos industriales y del montón que tanto predominan hoy en Hollywood. Últimamente ha puesto la música de la banda sonora a las películas: Whisky Galore! (2016), Un reino unido (2016), Kepler's Dream (2017), Emoji: La película (2017), Asesinato en el Orient Express (2017), Stubby, un héroes muy especial (2018), All Is True (2018, y Artemis Fowl (2020).

Resto CARTELES de las películas mencionadas:























Fuente: mundobso.com (Isaac Duro)/Actualizado:FJGN

Imagen: moviefit.me

Carteles películas: 

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